martes, 3 de junio de 2014

Abdicación

Hoy me han pedido mi opinión sobre la abdicación de Juan Carlos I. Y he dicho que tardía. Hace tiempo que hubiese sido oportuna, pero en todo caso, más vale tarde que nunca.

Empiezo por reconocer su papel. Sin duda ha sido clave en este país, y si obviamos las leyendas urbanas sobre lo que algunos insinuan que realmente ocurrió en febrero de 1981, creo que ha sido fundamental en la instauración y posterior consolidación de la democracia en la España posterior a la dictadura. 

Es cierto el eterno reproche de que su nombramiento se produjo por el dedo del dictador, saltándose el orden sucesorio, pues Juan de Borbón, su padre y legítimo sucesor al Trono, y el Caudillo no se podían ni ver. Pero no menos cierto es que Juan Carlos renunció al poder absoluto, cediendo la soberanía al pueblo, que es quién debe residir. Aunque realmente tampoco creo que tuviese otro remedio. Ni aceptando ser el sucesor de Franco, ni su posterior renuncia al absolutismo.

Su función básica, según el artículo 56 de la Constitución española de 1978 es 
  1. El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes.
Le reconozco que ha sido un excelente Embajador de España en el mundo. Creo que la ubicación de España en las Instituciones Internacionales se debe en gran parte a su papel. No olvidemos (y los más jóvenes o lo olvidan, o, quizá, no lo han sabido nunca), que España se mantuvo aislada internacionalmente casi los cuarenta años de la dictadura.  Y también un magnífico arbitro y moderador de las instituciones. Pero es que prácticamente aquí comienzan y terminan sus funciones.

En el resto de sus funciones, carece absolutamente de autonomía. Y ni siquiera es responsable de los mismos. Artículo 64.

    1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso.
    2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden.

Aunque cuando hoy ha afirmado en su discurso que ha dedicado su vida a servir a España, tampoco lo pongo en duda. Estoy convencido de ello. Así pues, con luces y sombras, con errores y aciertos, me parece justo agradecerle los servicios prestados a la nación, por cierto, generosamente remunerados.

Pero también es cierto que la prensa y la Casa Real han mantenido durante décadas un pacto de silencio, a fin de no airear las pequeñas miserias de Zarzuela, que, como dicen los ingleses, toda casa guarda un cadáver en el armario. No hay familias idílicas, y la Real tampoco escapa a este hecho. Pero nos hicieron ver que era una familia perfecta, intachable, y cualquier rumor sobre las escapadas del Rey, por ejemplo, se justificaban con un 'es un Borbón'. 

Pero cuando la prensa se cansó, fundamentalmente a raíz del caso Urdangarín, dejó al descubierto que la perfección de esta familia no era tal. Cazas de elefantes, divorcios, amantes, yernos chorizos... y España, que como se decía era más Juancarlista que monárquica en sí, achuchada con una crisis económica provocada por abusos y corruptelas, empezó a abandonar el idilio vivido. Es decir, los españoles dejamos de pasar, de mirar hacia otro lado. 

Pero no soy monárquico. No es una cuestión personal con esta familia en concreto. Me dan igual los Borbones, que los Austrias, que cualquiera otra. No soy monárquico por un sólo motivo. Único, sí, pero suficiente. La legitimidad para ostentar la Jefatura del Estado en una democracia, no puede residir en el devenir hereditario. Que tu padre haya sido rey no me legitima a mí para serlo, por más que haya sido preparado desde niño para sustituirlo algún día. Sólo faltaba lo contrario.

Hoy me han utilizado esta argumentación para defender la Monarquía. No me basta ni por asomo. La labor institucional de la jefatura del Estado está muy delimitida en el Título II de la Constitución. Y este trabajo puede desempeñarlo de igual modo un Presidente de República. Si la fórmula es válida para Estados Unidos (en este caso el Jefe del Gobierno es el Jefe del Estado), Francia, Alemania y un largo etcétera de países, los más desarrollados del mundo, por cierto, es válida para nosotros. 

La grandeza de la democracia es que cualquier ciudadano pueda optar a ser Jefe del Gobierno o Jefe del Estado, o ambas cosas al tiempo, como el caso norteamericano. Si el Jefe del Ejecutivo es escogido por sufragio, no veo motivo para el Jefe del Estado no lo sea. Es el mismo caso. 

Hablar de República no es hablar del demonio. Es hablar de una forma de Estado que sólo cambia en la forma de su cabeza rectora, nada más. Más democrática, más justa, y me atrevo a decir que más económica. Temporal, finita. La perpetuidad es peligrosa en cualquier forma de poder. Y por supuesto, enterremos la inviolabilidad. Si un Jefe de Estado delinque, que pague por ello.

Es un momento clave en que los españoles demandan cambios. Profundos, serios. Las elecciones europeas han arrojado unos resultados que ha puesto en guardia el bipartidismo y a la vieja partitocracia, que es realmente la auténtica forma de estado de este país. El español está harto del abuso. De pagar las juergas, lujos, caprichos, desmanes y desmadres de los mismos que, con toda su desfachatez, nos piden sacrificios y ajustes. 

Es un momento donde hay que revisar numerosas cuestiones. En 1978 aceptamos una serie de cuestiones y ambigüedades constitucionales para lograr un consenso que acallase el miedo a una nueva guerra civil, aun sangrante en las almas de muchos españoles. Pero en 2014 hay que hacer revisiones. Territoriales, jurídicas, políticas, económicas... y por qué no, someter a revisión la forma de Estado.

Es una buena oportunidad. Demos por bueno lo vivido y el camino recorrido. Pero miremos al futuro y no tengamos tanto miedo a los cambios. Cambiar un texto constitucional no es el fin del mundo. Gracias a los cambios, hemos olvidado ya una autocracia de 39 años.

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