miércoles, 13 de junio de 2012

La Luna.

Intenté dormir pero era imposible. Su fulgor invadía mi habitación y por más que me diese la vuelta en la cama de espaldas a la ventana, la luz se reflejaba en las paredes como en un espejo. La Luna llena quería decirme algo y su insistencia me estaba desvelando. 

Es cierto, podría haber bajado la persiana y asunto arreglado, pero su llamada tiene ese efecto hipnótico que te impide esquivarla. Me preocupaba no poder dormir y que el despertador me aporrease los sentidos sin haber descansado lo suficiente. Pero entonces advertí que estaba confundido.



No debía esconderme ni rehuirla. Había que sentirla, que mecerse en ella, permitirla que acariciase mi piel desnuda semioculta entre las sábanas. Y así, dejé que me acunara mientras la permitía ser testigo de mis más profundos sueños. Sin darme cuenta la Luna y yo éramos uno compartiendo experiencias oníricas cuyos secretos jamás desvelaría. 

A veces la vida es como la Luna. En apariencia nos incomoda pero a menudo es una llamada de atención de que lo que nos espera es algo grande. Una incómoda senda que conduce a un vergel de sensaciones y experiencias sin las que nuestra vida acaso carecería de todo su sabor. Y recorrer el camino con ilusión y optimismo, dejándonos llevar por la llamada del destino, arriesgando, peleando y paladeando, es la única vía de una existencia plena y en paz.

Hay otros caminos, otros puntos de vista y otras opciones, faltaría más. Pero hoy por hoy y por más que algunos se empeñen, no echaré la persiana sino que seguiré meciéndome en la Luna. 

Necesito soñar despierto y necesito vivir soñando. 





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