martes, 6 de marzo de 2012

Jefes

Ser jefe no consiste en estar remarcando continuamente su posición dominante ni en recordarte que eres un pobre diablo nacido para obedecer. Ser jefe no consiste en considerarse magnánimo cuando te hace la más mínima concesión humana. Ser jefe no consiste en esperar el asentimiento del equipo que está a sus órdenes a todo lo que dice. Ni en echar broncas insoportables.


Ser jefe consiste en saber gestionar los recursos de que dispone, incluido los humanos. En saber pedir responsabilidades y transmitir autoridad pero siempre con el debido respeto. Saber dar seguridad al equipo pero sabiendo escuchar, pues las ideas brillantes pueden estar alojadas en cualquier cabeza. Sólo hay que permitirlas aflorar. Ser jefe consiste en exigir esfuerzos en los momentos precisos pero también dando ánimos y reconociendo el mérito del esfuerzo y del trabajo bien hecho. 

El buen jefe prefiere que el personal enfermo se recupere en casa a que contagie a todo el departamento. El buen jefe entiende la naturaleza humana y que hay días mejores y otros peores en la vida de cualquier persona. Y sabe que cada uno somos un mundo, incluido él. El buen jefe sabe que un equipo que trabaja con buen espíritu es más eficaz que el que trabaja amargado. Sabe exigir sin maltratar. El buen jefe prefiere los resultados y la productividad frente al horario.

El buen jefe da la cara por su equipo, le apoya y le anima. El buen jefe saca lo mejor de su gente en lugar de resaltar lo peor.

¿Cuántos buenos jefes conocéis? 

domingo, 4 de marzo de 2012

Talento.

Este fin de semana he tenido la fortuna de ver Tartufo en el Teatro Victoria. Dirigida por Paco Obregón, ha conseguido una adaptación innovadora, fresca, moderna y divertidísima. Con tan solo una silla como escenario y un guapo saxofonista que para mí era el nexo de lo que allí ocurría, logró representar la magistral obra de Molière y hacernos disfrutar de lo lindo.



Todos cuantos allí estábamos, menos una señora del público con cara de espanto, que no daba crédito a lo que sin duda ella consideraba un destrozo del clásico, admiramos absortos a Dorina, la criada cabal y leal que se niega a asumir la ceguera de sus señores y que hace lo imposible por que reconozcan la realidad de Tartufo, personaje falso y siniestro.

Ana Gijón dio una lección de energía. Bailaba, se movía, gesticulaba una y otra vez y volvía a saltar, brincar y volver a gesticular. Sin histrionismos, error frecuente entre los actores y actrices. Y una lección de interpretación. Recitaba un texto imposible con una impoluta entonación, precisión y vocalización a una velocidad imposible. Incluso cuando Dorina no hablaba, Gijón estaba interpretando. Hasta el punto de que los ojos del público se apartaban del personaje que en ese momento tenía la palabra y se fijaban en lo gestos de Dorina. Esta chica habla sin hablar. Con sus ojos, con su cabeza, con sus manos, con todo su cuerpo. Nos hizo estremecer. 

¿Exagero? Id a verla y me lo contáis.

Cuando la obra terminó y abandonamos el teatro, no pude dejar de tener sentimientos encontrados. Por un lado el entusiasmo de haber disfrutado. Por otro, la zozobra que me da pensar que en esta vida la suerte juega un papel en exceso protagonista. Harto de ver malas profesionales sobre las tablas, en las carteleras o en programas de televisión, si Ana Gijón tuviese la suerte que merece, en breve estaría entre las grandes.

Ana tiene pasión y además nos la transmite. Salimos apasionados y enamorados de su forma de hacer y de hacernos sentir. Espero de corazón que tenga la suerte que merece y que en unos años pueda obtener el fruto de tanto esfuerzo. Poder vivir de su pasión, de su vocación. Algo que este país se empeña en impedir a sus jóvenes.

Por cierto, si queréis verla aquí podéis sacar las entradas: http://www.atrapalo.com/entradas/el-tartufo-_e57415/

Mucha suerte, Ana. La mereces. No pienso perderme ninguna obra en la que trabajes.