Impecable. Siempre impecable. Trajeado, perfectamente rasurado, elegante. Siempre con corbata y con los zapatos más brillantes que los de un militar. Algo más de un metro setenta, con gruesas gafas y escaso pelo blanco y un buen tipo para su edad.
Como todos los inteligentes, tenia un gran sentido del humor aunque un difícil carácter, implacable incluso, eso sí, perfectamente dominado por ella, su esposa, de mayor sentido del humor aún y que sabía llevarle como nadie tras cuarenta años de matrimonio. Cortante y distante en apariencia, nadie osaba tutearle y quién le trataba lo hacía siempre con gran respeto. Incluso anteponían el Don a su nombre, de modo inconsciente. Su prestancia invitaba a ello sin que te dieras apenas cuenta. Pero siempre un caballero.
Toda su seriedad la aparcaba cuando se trataba de sus nietos. Les preparaba juegos, les escondía los regalos de Navidad haciéndoles pasar pruebas que debían ir superando para lograr el deseado premio. Al pequeño de la familia le permitió licencias que jamás sus hijos hubiesen podido imaginar. Era la viva representación de un patriarca que cuidaba a su familia, pero manteniendo la prudencial distancia de quién no quiere interferir. Si le necesitabas le tenías, pero jamás se metía en los asuntos de sus hijos.
Era un tipo inteligente, de vasta cultura. Lector insaciable, gran conversador y mejor discutidor. Llegó lejos y no fue más allá por no renunciar a sus principios ideológicos. No era precisamente amigo de la Dictadura aunque tuvo que sobrevivir en ella, como tantos. Y sobre todo, siempre trabajador. Pocos hombres tan trabajadores y tan amantes de su trabajo. Jamás se jubiló. Siempre en su despacho, aferrado a su inseparable máquina de escribir y siempre arreglado por supuesto, como si en cualquier momento fuese a recibir la visita más comprometida.
Supo fundir pasiones y profesión: la docencia y la gastronomía. Años después de dirigir la Escuela Superior de Hostelería y Turismo de Madrid, ingresó en la Real Academia de Gastronomía. Esa fue la última ocasión que vi a mi abuelo vivo: en su discurso de ingreso. Falleció en su despacho a los pocos días, trabajando como siempre. Se marchó en un suspiro. No llegó a tomarse el zumo de naranja que le estaba preparando mi abuela para merendar. Su corazón, su siempre punto débil, le fue infiel hasta el final.
El día siete de febrero se cumplieron 27 años de este día. Hoy quiero recordar el 'tecleteo' de su máquina de escribir y declarar mi orgullo de llamarme como él, como su padre y como el mío.