jueves, 7 de julio de 2011

Nos hacemos mayores...

Ayer fue un día triste. Estuve en el funeral de la madre de una amiga de mi juventud. Una amiga de las buenas, de hace 30 años. Y a su madre la conozco hace esos mismos 30 años, incluso quizá antes.

Recuerdo que Ana, así se llama la madre de mi amiga, también Ana, tenía una juguetería, a la que de vez en cuando me llevaba mi madre y algo caía casi siempre. Normalmente miniaturas de coches, que es mi juguete preferido desde que tengo uso de razón, aunque alguna vez cayó un coche para el scalextric o vías rápidas o el cuentavueltas (no el electrónico, ¿eh?).

En una ocasión, nos llevó a uno de esos Auto-safaris, donde los animales están en libertad y tu haces el recorrido en tu coche. Recuerdo su coche, un Renault 11 turbo color rojo que me tenía fascinado, de los primeros que salieron al mercado. En el safari los monos se meaban en el parabrisas y arrancaban las antenas de cuajo o, en el mejor de los casos, las doblaban echándolas a perder. Y a la vuelta dejó conducir a Anita con su carné recién estrenado. Y estábamos emocionados. Recuerdos ligados a personas.

Es curioso como no sólo tengo infinidad de recuerdos con mi amiga Ana, sino que ayer me di cuenta de que también los tengo con su madre. Y no reparas en ello hasta que te encuentras en situaciones como la de la de ayer, que actúan de nexo entre tu consciencia y los rincones más ocultos de la memoria. 

Ayer me despedí de ella. De sus ojos azules, de su juguetería y de los recuerdos que invadieron ayer mi memoria. Y además su hija, es exactamente igual que ella, por lo que cuando miro los ojos de una es como si viese los de la madre.

Cuando somos niños las reuniones con los amigos y sus familias tienen lugar en bautizos, comuniones y cumpleaños. De mayores en los tanatorios, en los cementerios y en los funerales. La crueldad de la vida impone sus normas y nadie escapa a ellas.

Yo no soy creyente y por tanto ayer el Sacerdote no me consoló en absoluto. Eso de una vida mejor que esta, a la que nadie quiere ir, ni siquiera los que consideran que morirse es una suerte, nunca me ha convencido. Además ayer constaté (hacia mucho que no iba a una Iglesia) que todo sigue igual. Las oraciones, la estructura de la liturgia, el mensaje, el monótono soniquete del cura... Prefiero pensar que la gente que se va ha tenido una buena vida a pesar de las crueldades. Y que en algún momento fueron felices.

Ana tuvo tres hijos y nietos. Un marido que la quiso. Fue feliz. Ese es el consuelo verdadero. Al menos para mí.

Por cierto, mi Anita se va a poner buena.